miércoles, 21 de junio de 2017



DOS RELATOS

Raúl Mejía

AMIGOS

Así como cierta vez intenté volverme escritor, redactar al menos un relato, poema, ensayo o novela, también me atreví a ser buen amigo y, de esa manera, rodearme de excelentes amistades. Lo intenté apasionada y desapasionadamente, dejé que el azar discurriera sin obstáculos. Tengo cincuenta años, ignoro cuantos más viviré, pero desde adolescente anhelo esa sensación de contar, por lo menos, con una presencia fraterna y que se me apreciase de la misma manera. Asumir fracasos no difieren sustancialmente desde el momento de ser joven y este ahora, poco menos que viejo: es sensación idéntica, salvo que la dermis pueda atenuar escalofríos, rabias, hastíos.

Cursé carrera nocturna, sencilla, la que me agradaba. Ingresé antes de ser mayor de edad y el ecléctico grupo aquel, inicial, lucía como tosca galería de seres distantes. Permanecí ese semestre con mi única compañera, la timidez. En aquellos años “ochenta” tanto mi universidad como Medellín, se presentaban con bajos índices de cemento, predominando notorias superficies verdes. Sobre vastas gramas dejaba que el tiempo se aproximara al instante de acudir a clases, tontas asignaturas como insípidas jaculatorias para sordomudos. Para el segundo semestre se hizo común (ahora la palabra sería viral) el uso del “beeper”, reliquia en estos días, pero novedad allí. Entre intersticios, ir a cafeterías y deambular, me topé con la tarjeta personal de un compañero, joven él, robusto y casi tan distante como yo. Saber que estaba allí su nombre era irrelevante, no un código y números donde ubicarlo. ¡Qué diablos! Tal vez Adán haya podido ser menos displicente. Llego a casa, marco y le menciono a la operadora que mi mensaje es, apenas, “hola”, nada más. Siguientes días y añado al hola mi nombre, más días y extrema atención al coincidir con el compañero en cualquier asignatura… Aparece, se ubica y, rodeado de otros sujetos, me muestra su dedo anular erguido. Ríen todos menos él, me sonrojo, salgo, acudo al baño y doy del cuerpo: primero mi salud que ese inicial fracaso. Como en cuentos apócrifos sobre duendes denostados, el resto de mi épica universitaria transcurrió plena de monotonías y misantropías. Recibo el grado, vago un par de años, logro emplearme y arribo, próximo a mis treinta años, a la siguiente década. Trabajé como docente en colegios privados hasta que mi vapuleada hoja de vida no dio para más enmendaduras: decidido estaba a aventurarme en actividades diferentes, sólo que, por estratagemas del azar, vine a toparme con un ex colega, bien posicionado en elitista universidad. Reconozco que entre ambos hubo aceptable cordialidad sin avanzar, por supuesto, a esa –para mí- deseada amistad. Que nos vemos, hablamos, recordamos… Al cabo del tercer tinto había, mal que bien, culminado mis cuitas. Me sorprende con atención, silencio y la opción de que podría “ayudarme”. Se planean citas, las primeras fueron aplazadas por virosis mía y reuniones suyas. Para esa época empezaron a ser novedad teléfonos inalámbricos y pequeños juguetes electrónicos que, si mal no estoy, consistían en alimentar y proteger a un animalito o sujeto, evitando que muriese. (Recuerdo haber “quitado” varios a fastidiosas estudiantes). Ansioso, sí, estoy esperando al ex colega afuera de su oficina, no tiene secretaria, lo que me insta a tener paciencia. Antes de mí ingresan alumnos, les oigo reír, hablar en voz alta. Después de impacientes instantes, estrafalarias carcajadas y sobresaltos me alarman. Lo peor ocurre al escuchar atronadores gritos: penetro en esa oficina, preparado para ser solidario o servir de ayuda y me apabullo al observar desopilantes escenas de jóvenes riendo a más no poder por desenlaces en aquellos juguetes: “¿qué pasa?”, pregunto.  Nadie responde y el ex colega solidario me mira –sin separarse de su teléfono inalámbrico-, mandándome visualmente a la mierda. Recuerdo que, al pedir mi cédula al salir de esa universidad, no dejé de maldecir hasta provocarme consecuentes bilis.

Penosamente proseguí como docente, siendo única novedad mi llegada a la educación oficial. Estoy pocos meses en execrable pueblo antioqueño, soy trasladado a Medellín a comienzos de este siglo XXI. Decir que me había casado, que era padre, no aportan al trasunto de este relato. Habría de durar en aquella institución oficial más de diez años: cuando di mi primera clase, contaba con treinta y cinco años, aún lucía bien y correspondía (hasta donde la ley de adolescencia no es punible) coquetamente a la voluminosa coquetería de muchas chicas. Otros colegas, otros… Lo que en este instante pueda asimilarse como serio trastorno mental, no se anunciaba al comienzo de mi labor durante esos años, pero sí era evidente en más de un compañero, enfermizos, sindicalistas, siempre mal de dinero, feos, mala gente, estúpidos. Ya algunos se irían a jubilar, llegarían reemplazos jóvenes o adultecidos; sin tener completa idea de lo valioso que era estar allí, vivía mi rol con abultada apatía. No se retrasaría el nuevo espectáculo: los “celulares”. ¡Oh sí, celulares! Inicialmente onerosos, luego asequibles. Todos luciendo modelos, peligrosa libertad para localizar y ser localizado. Desde lustros atrás traía fobia por adminículos novedosos, no quise hacerme a esos teléfonos pequeños, prácticos, viciosos…Pero perdí y más, cuando cierto divertido profesor de química, bastante irreverente durante empalagosas reuniones con rector y coordinadores, me pasó (nos pasó a varios) su número: “ten para que me marques, nos hablamos”, me dijo. Adquiero el propio, me enseñaron a manejarlo avezadas alumnas, pero poco lo utilizo. Al empapelárseme los dígitos que pudieran comunicarme con el compañero de colegio, procedí a pedírselo de nuevo. Enarca este sujeto peligrosamente sus cejas, pasando de bravuconadas gestuales, a improperios agresivos: “¿quién te crees tú, marica? ¿Cómo te atreves a pedirme eso?” “Oye”, iba a decirle, pero el energúmeno salió a prisa. Supe después…Es fácil colegirlo, me enteré de infidelidades, romances complicados con adolescentes y montones de amenazas. “¿Es el celular o soy yo?”, no me sé responder.

Ciclos y ciclos, mueren, nacen. Presidentes corruptos, país corrupto. Mediocres vanidosos, genios apáticos. Grados, bachilleres, publicidad y el ascenso del poderoso agujero negro del Internet: ya celulares inteligentes, portátiles, computadores personales, las tres WWW, redes sociales, información desbordada… Cumplo cuarenta y seis años, logro anticipada pensión: celebro compensado papel de vago con sueldo. No volví a dictar clases, no volví a pisar aulas, ni a leer grotesca pedagogía. Por supuesto he ido engordando y mis deudas prosiguen: docente que se respete se vende al diablo de los bancos y cooperativas, fácilmente. El reto novísimo apunta hacia manejos del computador, lo cual es abismal para un sujeto como yo, aprendo lo esencial. Caramba, era difícil prever en lejanos años “ochenta” el avance exponencial que ha traído consigo este mundo digital. Leo, pues, portales de noticias, repito y repito videos musicales, clandestinamente observo páginas de pornografía (sabiendo, después, que traen muchos virus) y abro mi correo.” ¡Correo!”, ¿con quién? Ah sí, con corporaciones, almacenes, periódicos. Luego acudo a redes sociales (ya sabía de ellas antes de pensionarme, pero mi desprecio era vomitivo), cedo de nuevo, creo mi perfil y a “buscar amigos” … ¡Jajajajaja! Pero, ¿cómo, de dónde? La esposa cuenta con cientos, el hijo con miles. “¿Son todos conocidos?”, pregunto. Ríen y no responden. ¿Amigos así de fácil, en cantidades? “¡Cosa del diablo!”, me decía. Me sugieren probar con el buscador o que haga atractivo mi perfil. Pasan meses, me entretengo con deleznables chistes y farándulas. Cualquier día, pues, que llegan de improviso “solicitudes de amistad” … ¡Hombre!, recuerdo emocionarme. Empiezo a abrir una por una y, carajo, son de parte de aquel compañero de antaño, del docente universitario y del ex colega que me dio su número de celular, incluso saludan y mandan caritas. ¡No puede ser!, repito en obsesivo soliloquio. Por supuesto y tras décadas de aridez en asuntos de amistad, rechacé a aquellos bellacos, enviándoles –de paso- “emoticones” sarcásticos.

“Amigos” … Mejor estar solo. Sin embargo, es palmaria y contundente esta pregunta: ¿por qué, entonces, no opté por hacerme a amigas? La respuesta hace parte de otro cuento.





   
DUDAS…

Tengo dudas sobre como iniciar. ¿Debería comenzar con palabras como fracaso, obstinación, frustración, pesadilla? Sé que de lo vivido e intentado hay apenas felicidad, pero me resisto a que todo haya sido deplorable. Sin embargo, quiero insistir, necesito persistir hasta la muerte.

Recuerdo muy bien al profesor de Castellano durante el bachillerato, el cascarrabias y erudito “don José”. Oh lo que insistió en asuntos gramaticales y ortográficos, envejeciendo peligrosamente ante nuestros exámenes, trabajos, que devolvía atizados de tachones rojos, remarcados con sarcasmos y anatemas. ¡Poquísimo progresamos! Aun así, le estimábamos. A este docente le encantaba la poesía, en particular la de poetas modernistas como Rubén Darío, Silva, Guillermo Valencia, Porfirio Barba Jacob, etc. Montones de versos nos dictaba, leía y exigía a modo de análisis e investigación. Para muchos compañeros, esto era peor que conjugar o memorizar reglas ortográficas. Pero a mí me fascinaban esas estrofas, rimas, ambientes. Tenía dieciséis años y, espontáneamente, quise volverme poeta. Al principio te escondes, garrapateas, no muestras; van avanzando multitud de textos horribles, mediocres pero fascinantes para el imberbe bardo. Una de mis hermanas leyó esas horrísonas grafías y contundentemente dijo: “no entiendo”. Bien, no iba a ser esa primera observación la que me desanimaría. Al cabo de meses contaba con más de cien poemas: soñaba con mi primer libro, recitales, fama (no dinero, eso sí lo aprendí pronto). Problemas surgieron como devastadores efectos colaterales de mi pésima ortografía: el diccionario ayudó, pero quedaban asuntos como conjugaciones, rimas, extensión de versos y, por supuesto, calidad. Era previsible que la persona indicada para “revisarlos” era mi titular de lengua materna. Ansioso y mal, pasé en limpio, usando vetusta máquina de escribir manual, poemas que suponía mejores. Al siguiente viernes, antes de salir del colegio, le entregué al profesor aquellas cuartillas, sintiendo que se formaban en mi piel miles de volcanes en ebullición. Estábamos a escasas semanas de culminar el curso, pronto recibiría grado de bachiller. Por esos días había presentado pruebas de admisión en diversas universidades, fácil accedí a la que ofrecía la carrera que deseaba: Lenguaje y Literatura. Estábamos pues, como dije, culminando períodos lectivos, viviendo tensos episodios de exámenes finales; entre tanto, silencio y apatía de parte de “don José”. No me atreví ni atrevería a, digamos, acosarlo. Durante su previa semestral, le observaba soslayadas miradas, burlonas a juicio mío. Y así, pronto, parafernalias del grado. Recibí título como mejor bachiller, fotos de ocasión, efusividades que no me distrajeron del displicente docente aquel. No volvería más al colegio, de tal manera que me armé de valor, lo busqué en sala de profesores (ahíta de quejosos) y no le vi. “¡A la mierda!, pensé, seguramente ni los habrá leído”. No podría faltar una última broma de parte del payaso del salón: nos lanzó a varios  detonantes no peligrosos pero sí ruidosos, en medio de sustos, risas y sobresaltos, tropecé con una caneca de basura, la tiré al piso y al estar bastante copada, procedí a recoger lo disperso y que me topo con mis poemas, extravagantemente remarcados con tinta roja, innumerables signos de interrogación y esta frase lapidaria: “quien esto haya escrito, le sugiero que pruebe con la venta de morcilla, de seguro le irá mejor…” “Mis poemas”, farfullé, percibiendo calcinante agresividad, derrota y desprecio.

Entre comienzos de diciembre e inicio de febrero, me dediqué a vacaciones, a laxitudes. Archivé mis manuscritos, no sin tristeza. Inicio universidad bastante adolescente, me siento aislado, solo. Hacerme a espacios y amigos habría de convertirse en desolada odisea. Asignaturas variopintas sobre literatura, lingüística, pedagogía, avanzan con reducido entusiasmo, atraen poco y la calidad de estos docentes es patética. Vivo experiencias con lo que denominan “documentos”, fragmentos de obras de consulta. No estaba al tanto de la redacción de ensayos, tal concepto fue eludido por aquel anciano adicto al modernismo. Me sedujo el término, al proveer libertad de opinión, apoyado en dosis mínimas de citas o epígrafes. Investigué, leí. En ese primer semestre tuvimos escasos trabajos, la mayor parte de las notas se basaron en previas. Sentía que aumentaba mi bagaje, leía a Camus, Borges, Ciorán, Nietzsche: fantásticos textos. Recuerdo haber sido puntillista en mis notas y al tener que redactar algo sobre aspectos del psicoanálisis de Freud, concentré al máximo mis capacidades. Había, sí, mejorado ostensiblemente en ortografía. Los ensayos fueron pronto devueltos y recibo comentarios amables. “Nada mal”, concluí. Durante ese resto de año y en los siguientes proseguía sin afugias, leía, no contaba con amigos, pero escribía ensayos. Ad portas de asistir al seminario final sobre literatura, se nos advirtió de lo excelente y exigente que sería el docente a cargo. Tratábase de un sujeto en extremo proclive a los griegos clásicos, en particular su teatro y mitología. “Nada azaroso”, barruntaba. Este profesional en compañía de otros, rendirían homenaje al poeta Barba Jacob, al celebrarse el centenario de su nacimiento. Acudimos en masa al foro de la universidad. Los participantes procedían a brindar sus charlas, algunas orales, otras leídas. Al llegarle el turno al experto en seminarios, que se despacha este hombre con decenas de páginas, densas, farragosas, intercalando en cada una siete o más citas, desglosándose en exégesis y posturas de intelectual oligofrénico: ¡más de dos horas sobre un poema breve, “FUTURO”, del vate antioqueño! Tuve, después, acceso al documento, asustado ante diccionario de autores citados: estructuralistas, pos modernistas, lacanianos y demás. Inquieto, me cuestioné: “¿es este el ensayo que predomina, vence, descresta?” …Me costó admitirlo esa vez y posteriormente, cuando entre camaradas “escritores” me topo con uno que, si escribiese sobre “Salomé” en cuatro, cinco cuartillas, anotaría minúsculo párrafo suyo, seguido de evidentes robos, paráfrasis y decenas de citas, refritos de cajón. Supe que optó, mejor, por editar y construir. Me gradúo como Licenciado, reduzco imágenes a eventualidades, renuncio por laxas temporadas a leer, escribir y visitar bibliotecas. Ocioso, sin trabajo, sin amigos.

Finalmente consigo novia, nos amamos y casamos. Aprovecho el título obtenido, obtengo trabajo en colegio de curas. Firmo contrato por el 75% del valor real, percibiendo solo diez meses de sueldo. Explotado sí, pero casado: la docencia cual vampiro impenitente. Trabajé en diversidad de instituciones, memorables y despreciables, había oferta abundante hasta que, a fines del siglo pasado, espantosa crisis me catapultó a tener empleo fijo. Gano convocatoria departamental, me nombran al primer pueblucho que se me ocurrió en extensa lista. Circunstancialmente y debido a reducción de plazas docentes, me trasladan a Medellín. Soy padre, dicto con contenido entusiasmo clases, siento que envejezco y adopto honestísima actitud “leceferista”. A comienzos del tercer milenio abren subsede de prestigiosa biblioteca cerca al lugar donde vivo. Frecuento el sitio, leo periódicos, revistas, presto libros, películas: es rito. Lo que ignoré durante semanas, era que allí funcionaba un “taller de escritores”. Pese a no desconocer el término, no sospechaba de alguno próximo. Me instalo como escuchante, joven poeta dirige las sesiones, se reparten fotocopias, leves tareas son asignadas y, por lo general, se consideran escritos de la mayoría. Me agrada, siento que reviven atávicos anhelos por la escritura. Me vuelvo asiduo, pero escasamente intervengo. Al director le complacen sobre manera las “crónicas”, ensalzándolas, entronizándolas. Desde mí, si acaso, son híbridos torpes entre ficciones y chismes amarillistas de periodistas, nunca me interesaron. Hay ciclos, felizmente habían pasado por lo poético y ensayístico, al culminar este sobre crónicas, se pasaría al cuento. Siendo franco, jamás me vi como buen lector, pero había hallado en los relatos fascinantes instantes. Poseía de Poe, Cortázar, Rulfo, Kafka, Borges, Chejov… ¡Muchos! Empero y debido a frustraciones previas, no me atrevía a intentar la escritura de uno. Bien, se proponen autores, títulos. Participo pasivamente. Al cabo de dos semanas empiezan leerse esbozos, tímidos e ingenuos en mi callada opinión. Se me trataba como miembro y estaba en mora de mostrar “algo”. Pensé en mis poemas, ensayos y sentí náuseas: ¿qué podría “mostrar”? Pero no estaba en mí esa decisión, debía escribir un cuento. El ejercicio estaba condicionado: el joven director, previamente, había propuesto tema y título, quedando lo demás cargo nuestro. Durante el fin de semana consecuente, dicha tarea no dejó de obsederme. Comencé con clásicas, manidas frases: “Había una vez…Érase una vez…”, fatales y obvias. Al cabo de múltiples intentos, concluí aquel par de cuartillas mínimas; acudí a descripciones meticulosas, fui preciso con el sugerido discurrir: inicio, nudo, desenlace; utilicé –entre efímeros diálogos- primera persona y ominoso narrador omnisciente. Recuerdo haber intercalado encriptados “monólogos interiores”. Respiré gozoso, lo transcribo en “Word”, mi esposa envía orden y la impresora cumple. Arribo a la siguiente sesión, ya anteriores, díscolos compañeros, habían cumplido con su tarea, faltaba yo. Multiplico mi texto, lo leo. (Nunca había leído en voz alta, ni siquiera en clase) ¿Cuánto pude tardarme, cinco minutos? Sentí que pasaron horas, empecé a sudar y a vivir altibajos en mi voz, pero leí y terminé. Nadie comentó –solía suceder-, lapidario: “Ok, gracias”, de parte del encargado del taller, me sepultó en la silla. Tomé agua, me sequé el sudor e ignoro si pudo ser fantasía, epifanía o epílogo frecuente, furiosa humillación que se apoderó de mí al finalizar la reunión: los que estaban conmigo, al salir, rasgaron y arrojaron al cesto de basura, aquellas copias de mi cuento. Se agolparon nostálgicas, depresivas escenas. Dejé aquel recinto apesadumbrado, angustiado, harto. No volví y si el suicidio, “por extraños sortilegios”, otorgase otra oportunidad, me habría lanzado como misil hacia el universo.

La vida sigue, prosiguen mi esposa e hijo. Ebrio de orgasmos y éxtasis, destruyo todo lo que tenga escrito. Me convenzo, como todo mentiroso, de piadosas moralejas: al no tener amigos, estas citadas experiencias se sepultan en mi dermis como pústulas ocultas, añejas. ¡Vaya novela esta vida mía! “Novela”, ¿por qué no?


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