lunes, 15 de mayo de 2017

48 Medellín: Deterioro y abandono de su Patrimonio Histórico Guayaquil/ Jairo Osorio





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48 Medellín: Deterioro y abandono de su Patrimonio Histórico Guayaquil, Jairo Osorio

Guayaquil

Familia de Jairo Osorio

Víctor Bustamante
        
Tantas historias, tan rudas, tan vitales, tan particulares. Pero han pasado tantos años que se convirtieron en leyendas, y esas leyendas citadinas, sobre los guapos, sobre el hampa, sobre los duelos, sobre los bares donde el tango se enfatizaba, sobre las aventuras con diversas mujeres que poblaron y establecieron su monarquía, junto a las diversas pensiones para viajeros y vagabundos; todo envuelto por esa poderosa actividad comercial -que dieron a Guayaquil pábulo para que haya sido mitificado-, ha sido borrado de una manera brutal por las siglas del “progreso” a lo paisa, que adecuó este barrio hasta reducir su áspero concepto de lo popular a un acervo de historias perdidas, regadas en diversas crónicas y en la memoria de quienes habitaron esas noches, pero que es posible rastrearlas en conversaciones o en el santo oficio de la lectura como almacén ya oscuro de la memoria. De ahí que los libros de autores que fueron testigos, fieles a veces, insuficientes otras den la versión de este lugar.

La aureola de Guayaquil es variable, va desde el comienzo, bordeada de ciénagas hacia el sur, en la zona del mercado público, hasta convertirse en la Plaza de Mercado, y lugar de llegada para los viajeros del tren, centro total de mercaderías rodeado de bares y pensiones donde los viajeros y las putas dan el sinónimo de su presencia. Viajeros y putas siempre andan mezclados; con ellos, lo efímero, es su finalidad.

Ahora ese territorio, como una partitura de la historia, ha perdido ese carácter de popular, ha sido reemplazado por el comercio con sus vendedores, sus dependientes y secretarias, que reemplazan a las putas, comerciantes, viajeros y trúhanes siempre con pensamiento variable de acuerdo al mejor postor, a veces se juntan. Unos reemplazan a otros. Por esa razón la escritura entrega sus versiones.

Hay una novela, Aire de Tango de Mejía Vallejo (1973). Su personaje, Jairo, llega a Medellín desde Balandú, como muchos, huyendo de la Violencia con el contraste de que nació cuando murió Gardel. Así su irrupción en Guayaquil posee esa intensidad cuando lo que acaba -y lo que respectivamente empieza- no es sólo un año determinado y ni siquiera una celebración, sino la idealización de ambas vidas, la de Gardel al morir quemado como un santo, y a de Jairo al imitarlo ya como cantor nunca como guapo y cuchillero. Este va a un lugar específico: la cantina de don Sata. Pero Vallejo con sus amigos intelectuales iba al Bar Martini por Junín donde Guayaquil en esa frontera era algo más sano y menos peligroso. De ahí que Arenas Betancur añadía que Mejía Vallejo conoció a Guayaquil en taxi.

En El Diablo tiene la vela de Juan Roca Lemus, Rubayata, (1980), pone de relieve la presunción de Judit para esperar, como lo realizaron muchas personas, que en su oportuno viaje, pura emigración, y llegada a Medellín que lograrían felicidad y buena suerte, la que nunca consiguieron, al ser empujados a esa parte de la ciudad que ellos nunca pensaban, Guayaquil. Esta novela casi olvidada, tan irremediable en la prescripción del mal, como némesis del que busca sobreaguar está exenta  del fatal pesimismo de muchos personajes que sucumbieron en las calles que, con la  retórica popular a la carta, anunciaban inagotables catástrofes y en pregonar que la vida en este lugar de comercio no era más que supervivencia, vacío de empezar desde lo bajo, traspiés y horror de una vida trágica. Este texto de Rubayata en cambio está impregnado de un amor a la vida y una huraña espera de lo que nunca se conseguirá: la felicidad, desmentida por la sucesión de los años, pero ellos continúan viviendo, con temor y temblor, mucho ánimo y permiten sentir el dolor y el absurdo con mucha mayor fuerza que la catástrofe que se presenta, ya que se vive sin indolencia. Hay referencias a personajes cumbres: Masato, porfiriano a ultranza, que afirmaba como Guillermo Valencia le había robado el poema Anarkos, Tartarín Moreira merodeando con su guitarra, y una presencia muy definida de Guayaquil signada en la Plaza de Cisneros, en Carabobo, la pensión suroeste, la iglesia de San Antonio, la Estación del Ferrocarril, La Payanca, los teatros.

Gonzalo Arango en Después del hombre, (2002), novela póstuma, se mueve entre la pretensión del estudio hasta el límite de su educación sentimental donde su existencialismo, vía Guayaquil, acosa a Vidal Cruz, obrero de Coltejer y estudiante de derecho. Su atención se ha centrado en la vida nocturna, ya que Vidal habita los burdeles, los cafés de baja estofa. Vidal posee un espacio preciso la Estación de Ferrocarril y sus alrededores donde llegan solitarios a beber y a buscar placer.

Diocelina, Blanca, y Lina, así como una damisela que le canta mientras se adormece, son las cautivas de Vidal Cruz. A una de ellas, en el bar el Paraíso Perdido, le regala un libro de Danunzio, El triunfo  sobre la muerte. Es su búsqueda de prostitutas para realzar su caída al lado de ellas, con ese pesar que lo acorrala, ya que a veces deja el martirio del deseo y solo quiere buscar compañía, como expresión piadosa y romántica, al negar el deseo y asilarse en esos cuerpos que durante el día y el resto de la noche fueron propiedad efímera de otros personajes anónimos. Vidal Cruz asume ese carácter de misticismo erótico, de salvación, amo del placer y al mismo tiempo lo niega. Es esta novela una suerte de acto de contrición. Vidal les entrega dinero pero no busca placer solo busca conversar y una buena compañía. Ellas no lo entienden, a pesar de que llega como un cazador solitario a esos cafés de Guayaquil. Poetas y putas son los otros transeúntes de lo efímero.

Jairo Osorio en Familia, (2015), desde el interior del barrio, de Guayaquil, habla de la circunstancia de un nuevo tipo de hombre, en un estadio de ocupación distinto -en el modo de ser y sentir, vivir- es la representación del individuo tradicional, aquel que madruga a abrir su negocio para proteger y mantener una familia. Es un individuo de capacidades potenciadas como negociante y más dotado que los demás. También refiere una nueva forma del ser, no ya compacto sino instaurado, por una diversidad de personajes con una mezcla de núcleos espirituales y pulsiones no apresados antes por la escritura dentro de la rígida coraza de la individualidad, los primeros mafiosos.

Camino, caminamos, esas calles y los lugares que en su novela ha escrito y descrito Jairo Osorio. Pocas veces se hace con un autor un recorrido en este sentido, de esa manera se sale de la rigidez de las palabras y se entra a la visibilización de esos territorios, donde nombres de cafés, como el Buen Tinto, el Bola Bola y el San Cristóbal desatan como una premisa, una suerte de curiosidad, una cadena de significaciones. Y sobre todo, un punto de vista diferente. No en vano existe una indagación muy manoseada entre algunos teóricos entre la ficción y la realidad. En este caso esa pesquisa queda pulverizada, porque  la evocación de esos instantes que refiere la novela, los cafés mencionados, le dan identidad al lugar; es decir, a las calles del barrio, de esta parte de Guayaquil que no había sido contada, ya que en esas calles y en esos lugares al ser narrados, aprehendemos la vida que ha discurrido, las presencias, las vivencias, las actividades, los cambios y lo más perenne, las personas que entraban, que habitaban esos lugares, que lo habían convertido en su centro de operaciones, su sitio de llegada, de visita, de encuentros. Posta citadina. De ahí que esos bares donde el autor ha trabajado dan la significación de quien los ha vivido hasta las horas de la noche desde las madrugadas donde Osorio da una visión totalmente diferente a la que hemos tenido de Guayaquil, el Guayaquil trabajador, de tesón, de personas honradas donde el cambio de hora obligaba a esos cafés a cambiar oficio de vender tinto en las mañanas, hasta sitios de bohemia y amoríos ligeros en las noches.

Pero si en esta jornada por Facio Lince, por Salamina, por Maturín, por Ayacucho existen  puntos de referencia de su novela. También es cierto que camínanos por lo absurdo de la ciudad. Hay otro centro comercial con un nombre ominoso, Molino Viejo, con esa costumbre de los urbanizadores de darle un nombre a una esquina donde funcionó el molino de más peso que tenía la ciudad, la Harinera Antioqueña, destruido de una manera inmisericorde. En la otra esquina aún se concreta como un adefesio, ese que hiere a quienes, como Jairo Osorio, relata cómo era el interior de ese edificio. Caminamos por las ruinas de la ciudad que se acicala de mercaderías de contrabando y erige el poder de este tipo de comerciantes, dejando de lado la capacidad de producir y también de perder sus lugares porque ciento diez años de la Harinera Antioqueña con el molino de madera desbaratado y perdido solo ocurre en la ciudad cuyo Centro Histórico es una soberbia risa, así se lea en los avisos a las entradas de Medellín.

Con Jairo arribamos a lo que fue el Pasaje Sucre demolido sin compasión durante la alcaldía de Luis Pérez, lo cual le hizo acreedor a su primer premio internacional, el Atila, por la destrucción de un bien patrimonial.

Del Guayaquil de la leyenda solo han quedado estos cuatro libros, cada uno dando su versión de ese territorio. También hay investigaciones, tesis, relatos, cuentos. Incluso textos inacabados de Tartarín, de León Zafir, de Oscar Hernández. También existe un libro como Guayaquil, una ciudad dentro de una ciudad de Alberto Upegui Benítez que le falta ser más puntual en algunas crónicas.

El repertorio sobre Guayaquil hace alarde de una sorprendente jactancia de crónicas y artículos, de anécdotas y personajes, y seguirá incluso cuando se cumplan bodas, centenarios de la ciudad o mirando fotos de manifestaciones, pasando por Salvita que cae de nuevo en su fatídico acto, también sigue la puesta en escena de rememoraciones, fotos sobre los edificios para mostrar cómo eran antes, remembranzas de lo popular, como simples decoraciones del avance y de la extinción que a menudo nos gusta mirar, como acto depravado de la nostalgia con la compañía de un algún tango de Larroca, de Aguirre, de Moreno de por medio.

En los umbrales de este siglo ya no existe ningún pathos de maldición o de bohemia, pero sí ciertamente un profundo sentido de la transformación radical de Guayaquil, cuyo nombre se desvanece por el de El Hueco como sinónimo de quienes reemplazaron el comercio del mercado familiar por el contrabando y los contenedores para compradoras histéricas con baratijas de fantasía. Guayaquil de esa manera sufre un aletazo ante la globalización y por consiguiente una sentida e indiscutible adecuación, restructuración y un profano desmantelamiento, ajuste y significación de vivirlo, de concebirlo y administrarlo. Cierto, Guayaquil se deshace ante nuestra mirada.


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