martes, 21 de marzo de 2017

Poemas de Philip Larkin


Poemas de Philip Larkin

Al mar
Sortear el pequeño muro que separa el camino
de la calzada de concreto que bordea la playa
evoca nítidamente algo conocido hace ya tiempo:
la diminuta algarabía de la orilla del mar.
Todo se agrupa bajo aquel horizonte:
la playa, el agua azul, toallas, rojos gorros de baño,
el renovado derrumbarse de las olas mansas
sobre la arena dorada y, a la distancia,
un vapor blanco clavado en el atardecer.

Y todo esto todavía ocurriendo, ocurriendo por siempre.
Yacer, comer, dormir al arrullo de la resaca.
(escuchar los receptores, aquel sonido todavía doméstico
bajo el cielo) o amablemente llevar de un lado a otro
a los indecisos niños, ornados de blanco,
aferrados al aire inmenso o conducir a los rígidos ancianos
para que disfruten su último verano,
es lo que sencillamente aún ocurre
en parte como un rito
en parte como un placer anual.

Como cuando, feliz de encontrarme libre,
buscaba Famosos del Criket en la arena,
o, mucho antes, cuando oyendo el mismo graznido marino
mis padres se conocían.
Ahora, ajeno a eso, veo la nítida escena:
El mismo agua transparente sobre los suaves guijarros.

Allá en la orilla las débiles protestas de lejanos bañistas,
y luego los cigarros baratos,
papel de estaño, hojas de té y,

entre las rocas, latas oxidadas de sopa, hasta que
las primeras familias inician el regreso hacia sus autos.
El vapor blanco ya sea ha ido. Como un cristal empañado
la luz se ha tornado lechosa. Si lo peor de un clima perfecto
es nuestro traje de baño suelto
puede ser que por hábito éste haga lo mejor,
llegar al agua desordenadamente desvestidos cada año;
enseñar a los niños mediante esa suerte de payaseo
y ayudar como se merecen a los viejos.


Condolencia en blanco mayor

Echo cuatro cubos de hielo
que repican en el vaso,
agrego tres chorritos de ginebra,
una rodaja de limón
y dejo que las diez onzas de tónica
se mezclen espumosamente hasta el borde.
Entonces alzo mi vaso en solitario brindis:
Él dedicó su vida a los demás.

Mientras otros usaron como ropas
a los seres humanos en su vida,
yo me avoqué a llevarles, a quienes pude,
la extraviada...
No funcionó para ellos, tampoco para mí,
pero así, toda inquietud estuvo más próxima
(o así lo creímos) al gran desvelo
que de habernos equivocado separados.

Un tipo decente, realmente de buena estirpe,
muy recto, uno de los mejores,
recio como un ladrillo, un as, buen compañero,
cabeza y hombros por sobre los demás;
¿cuántas vidas habrían sido más insípidas
de no haber estado él aquí entre nosotros?
Salud por el hombre más blanco que conozco.
Aunque el blanco no sea mi color favorito.


Altas ventanas

Al ver a una joven pareja
y pensar que él se la coge y ella
toma anticonceptivos o usa un diafragma,
comprendo que ese es el paraíso

que cualquier viejo ha soñado su vida entera
olvidando ataduras y ademanes
como a una antigua segadora, y los jóvenes
bajando interminablemente, en su largo resbalón

hacia la felicidad. Y quisiera saber
si, cuarenta años atrás, alguien me miró,
mientras pensaba: así debería ser la vida;
no más Dios, ni sudores nocturnos

a causa del infierno, o tener que ocultar
lo que piensas sobre el sacerdote. Él
y los suyos se irán en un largo resbalón
como libres pájaros sangrientos. E inmediatamente

antes que las palabras surge el pensamiento de altas ventanas:
vidrios que contienen el sol
y más allá, el profundo aire azul, que nada muestra
ni está en ninguna parte y es infinito.


Los viejos tontos

¿Qué creerán que ha pasado, los viejos tontos,
que los ha dejado así? ¿Acaso supondrán
que se es más maduro cuando la boca cuelga abierta y babea,
y se anda uno meando solo y no se puede recordar
quién llamó esta mañana? ¿O que, si lo quisieran,
podrían alterar las cosas y volver a la época cuando bailaban la noche entera,
o iban a sus bodas, o tiraban las manos algún septiembre?
¿o se imaginarán que realmente no ha habido cambio alguno,
y que siempre se habrían manejado como si fueran tiesos y tullidos,
o sentados a través de días de fina y continua ensoñación
mirando el movimiento de la luz? Y si no es así (y no pueden), es extraño:
¿Por qué no lloran?

Cuando mueres, te rompes: los pedazos que eras
comienzan a separarse velozmente los unos de los otros para siempre
y nadie lo ve. Es sólo el olvido, es cierto:
antes ya lo conocimos, pero entonces se estaba terminando,
y se hallaba todo el tiempo unido a la empresa
de hacer brotar la flor de mil pétalos de estar aquí. La próxima vez no puede fingir
que habrá algo. Y estos son los primeros signos:
No saber cómo, no escuchar quién, el poder
de elegir terminado. Su aspecto muestra que están para eso:
pelo ceniciento, manos de batracio, caras de pasa...
¿Cómo pueden ignorarlo?

Quizás ser viejo consiste en tener habitaciones iluminadas
dentro de tu cabeza, y gente en ellas, actuando.
Gente que conoces, sin poder nombrarla; apareciendo cada una
desde puertas entornadas como una honda pérdida restaurada,
depositando una lámpara, sonriendo desde una escalera,
extrayendo un libro conocido desde el estante; o a veces
sólo las habitaciones, las sillas y el fuego encendido,
el aplastado arbusto en la ventana, o la tenue amistad del sol
en el muro cierta solitaria tarde de mediados de verano
después de la lluvia. Allí es donde viven:
No aquí ni ahora, sino donde todo ocurrió alguna vez.
Por eso es que tienen

un aire de confusa ausencia, intentando estar allí
aunque permaneciendo aquí. Extendiéndose por las habitaciones,
dejando una incompetente frialdad, el constante esfuerzo de respirar
y ellos inclinándose ante el monte de la extinción., los viejos tontos, no percibiendo nunca
cuán cerca está. Esto debe ser lo que los mantiene quietos:
Aquel monte que nunca perdemos de vista dondequiera que vayamos
ya es para ellos un elevada cuesta. Pueden acaso decir qué los está retrasando
y cómo terminará. ¿No por la noche?

¿Ni cuando llegan extraños?
¿Jamás, a lo largo de toda esta espantosa inversión de la infancia?

Pues bien, ya lo averiguaremos.

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