lunes, 23 de septiembre de 2013

Cuando nada concuerda de Eduardo Escobar.

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 Cuando nada concuerda de Eduardo Escobar.

Víctor Bustamante


El primer libro que leí de Eduardo Escobar fue Cuac, entonces ya el nadaísmo en la parte de la amistad parecía que empezaba a crear fisuras entre ellos mismos. Amílcar estaba lejano, Alberto Escobar dedicado a su trabajo, Lemos deliraba drogo las calles de Medellín, no sé dónde andaba Elmo, Jaime Espinal andaba en Medellín en completo silencio o a veces algo publicaba, pero sí, que Gonzalo, Eduardo y Jotamario se habían ido a vivir a Bogotá, dejando acéfalos a sus seguidores en las ciudades por algo valioso, el nadaísmo era el primer movimiento literario en Colombia que se tomaba a la capital del país.

Algo era cierto no queríamos saber, muchos lectores, nada de la literatura decorativa del realismo mágico, y cuando en el mencionado libro, Cien años de soledad, comenzaba Remedios a ascender al cielo, nos dimos cuenta que la astucia de la religión y sus terrores se colaban desde otro punto de vista, y por eso cuando leí, los manifiestos nadaístas, me dije, este camino torcido y refractario es el mío, y aun camino por él. Siempre he preferido los caminos tortuosos de los escritorios que arriesgan y no la comodidad del exilio o el calmante pasivo del añorado éxito.

Luego lo escuché una noche del 81, en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia leyendo uno de sus poemas más emblemáticos sobre unas cucarachas escondidas en un transistor Sanyo y hace poco tiempo, unos dos o tres años en la Ladera, en la celebración de los 50 años del nadaísmo.

Hoy sábado 17 de septiembre de  nuevo en Medellín escucho en la presentación de su último libro, Cuando nada concuerda, a Jaime Jaramillo Escobar, y es tanta la cercanía entre ambos, dos bastiones de ese movimiento, que evitó que la literatura del país se convirtiera en la comodidad académica,  y aun señala a la poesía conservadora que padecemos ahora, pero que el nadaísmo nos refresca, así como es de perdurable cada que los leemos como si fueran nuestras escrituras sagradas.

El nadaísmo es una puerta al laberinto de la creación, la finura de la independencia personal, y una manera de vida. Hoy ha mencionado a uno de los nuestros, Thomas Bernhard, y veo y presiento que Eduardo está al tanto de ese austriaco que hubiera sido nadaísta por su carácter de ir contra todo, incluso contra él mismo.  Vivir a la enemiga diría Fernando González, incluso contra uno mismo como aseveraría Eduardo Escobar en su viaje hacia el sur, por caminos solitarios y pueblos detenidos en el tiempo, y montañas llenas de promesas, así sea la de la muerte tras las huellas de su maestro Fernando González.

Ahora Eduardo Escobar, reflexivo, nos entrega sus ensayos, el nadaísmo y sus vivencias, su manera tan personal de ver el mundo y la literatura con una crítica feroz a Borges, dios, el infierno, drogas y apertura del mundo como experiencia personal, escritores prohibidos, Camus. Pero sobre todo nos entrega una reflexión sobre sus libros amados, lejos de la quimérica quema de libros. No, ahora son sus lecturas, y esos libros que lo acompañan.

Erudición y vida, pasión y soledad, pero ante todo nadaísmo, como decir, nuestra más bella e intensa primavera.



 

lunes, 16 de septiembre de 2013

Una rosa roja y un trago de brandy por Luis Tejada Cano / Víctor Bustamante





Una rosa roja y un trago de brandy
por Luis Tejada Cano

Víctor Bustamante

La fotografía lo muestra plácido: su cabello desordenado, la mirada fija en el objetivo de la cámara, una semipenumbra recorta su rostro, un bigote incipiente sobre su boca gruesa, una pipa alemana enorme sale de la comisura de sus labios hacia el lado izquierdo. Su mano izquierda reposa sobre una cómoda con algunos libros, dándole ese toque de distinción, es decir, del intelectual refinado, otra es el atrevimiento a dejarse fotografiar con una pipa, como si esta fuera parte de su indumentaria. Su rostro sorprendido, y otra vez esa mirada que todo lo escruta, que indagará sobre el suceso que se despliega a sus ojos como si Melitón Rodríguez hubiera captado el momento preciso donde se define a una persona. Pero lo sugestivo es esa mirada analítica que comienza a captar sucesos, noticias, cosas en su aparente y sinuosa movilidad para luego materializarlas en su escritura, moldeando el breve espacio para una sus crónicas.
Es ese instante irrepetible y apoteósico que hace grande al fotógrafo y al fotografiado. Existen momentos clásicos en este sentido, el daguerrotipo ocasional realizado, la Última Thule, a Edgar Allan Poe, y el retrato imprescindible a Baudelaire realizado por Nadar. En ellos se encuentran de cuerpo presente estos escritores. Sus miradas escrutan y persiguen a quien se fije en ellos, en esta los escritores captaron el mundo exterior a partir de esa extraña trasvasación interior. En estas placas también fueron eternizados. No son fotografías oficiales, pero son las que se quedan en uno.
Pero ahora vamos a referirnos a algo distinto porque el 7 de febrero de cumple cien años de haber nacido en Barbosa y el 17 de septiembre de haber muerto en Girardot. Luis Tejada, tal vez el cronista más relevante que ha existido en el país durante la primera mitad del siglo pasado. Sus textos todavía pueden leerse con la frescura y la impresión que causaron en su momento, y han pasado a convertirse en esas reflexiones donde se siente la presencia real de un escritor, el pulso, la vida que fluye por sus escritos. Esas crónicas son pequeñas gemas engastadas en nuestra literatura.
En estas tierras, donde algunos hacen genuflexiones a la generación española del 98, españoles de pandereta. Olvidaron ese legado de la misma época en el país: existen tres escritores Carrasquilla que es un literato puro, que escribe y describe ese fresco social que es su obra, Fernando González pura ironía, con cierto tufillo parroquial. Lucidez en ambos pero ninguno de ellos fue hasta donde llegó el cronista a Tejada, estuvo atento a lo que pasaba en el mundo. A él se le ha colgado esa rémora de haber sido comunista, pero en el momento que lo fue, esa postura no se había manchado tan reaccionaria, tan violenta como ahora. En su momento era algo firme, y era la vanguardia, y la transparencia. Tampoco tuvo tiempo de escamotearla.
Él fue uno de esos intelectuales firmes, de dura cerviz, de los que ni se compran ni se venden, su existencia es una lucha por convertirse en un escritor no con mayúsculas, sino algo más simple, un cronista que vivió y sintió el mundo del pulso de su mano y esa mirada precisa que reflexiona y matiza con su ojo, cada suceso o persona que lo cautiva. En él también se fragua ese pesar del antioqueño que debe marcharse, ya que en su tierra los intelectuales son poco recomendables. En esta tierra del aura sacra fames no cupo, como quizá no cabrá nunca Luis Tejada. Simplemente se sospecha que está ahí.
También tuvo otra profesión, vagabundo por los caminos del país, ese remoto país de regiones tan desconectadas entre sí, porque viajar de un lugar a otro ocupaba jornadas de muchos días. Para los capitalinos era una aventura conocer el mar, para ello bastaba mirarlo en una película olvidable: Las rocas de Kador, y esa falta de osadía llevó a De Greiff a crear uno de sus poemas más hermosos, “Balada del mar no visto”.
Despreocupado, inmerso en su pasión literaria y en busca de un lugar para ejercer su profesión, el cronista, estuvo en Barranquilla, Medellín, Pereira, Manizales y Bogotá. Su vida la trasegó no solo en esas ciudades sino en las tertulias, en salas de redacción de diversos diarios como Rigoletto, La Costa, El Tiempo y sobretodo El Espectador bajo el acesante estrépito de los linotipos y en el afán de encontrar el echo inverosímil que lo haría reflexionar para plasmarlo luego en una crónica, antes de la noche.
El grupo al que perteneció, los Nuevos, tuvo una vida luminosa, fue la generación que conectó al país con el mundo en las dos primeras décadas del siglo en cuanto se refiere a cuestionar ese mundo provinciano, cerrado, ceremonial heredado del gótico religioso español, es decir mediocre, y que culminó con las reformas sociales en el primer gobierno de Alfonso López. Ellos encarnaron otra forma de ver las cosas; en él, se agruparon poetas y escritores que nunca pudo ocultar un poeta oficial como fue Valencia. En ellos se fraguó esa figura de los escritores independientes del país. Para nadie es un misterio la postura de León de Greiff, su silencio pero su poesía pura y grande, la primera poesía de Luis Vidales, la finura y la extremada honestidad de Ricardo Rendón.
Pero también él observó las calles de la ciudad, y vio el contrastado paisaje citadino, entre el país que emergía, renovador, lleno de industrias y el que se rezagaba con sus personajes centenarios con frac y chistera. Él escribió con una pluma y un hogar de tinta, era la actitud de reflexión, en un momento en que no existía la excesiva memoria de los chips. En él se confundía el deseo de ser un escritor, una pasión, una filosofía, y eso es ya decir mucho.
Cómo no referirme a él. A quien nada doblegó, ni la fatal variante del olvido que se emponzoña sobre su vida y obra, ni la pobreza, ni los intentos de juzgarlo desde su posición política han logrado desentrañar ese compromiso entre literatura y pasión, esa responsabilidad entre lo social y el destino del hombre.
Lo imagino caminando despreocupado por la Playa Arriba. O apresurado salir a tertulia del Negro Cano para situarse con los Panidas en la Bastilla, o acaso en el café Windsor de Bogotá, o jugando a ser uno de los conjurados en la noche negra del país. Siempre él impregnado de una absoluta y angelical transparencia llena de bohemia ante la vida, es decir, el nuevo romanticismo que aparecía con las vanguardias de su momento: el ascenso de una doctrina impredecible: el socialismo. Pero esos paisajes han cambiado como también las ciudades y las personas; esa es la dinámica. Pero ahí están sus crónicas, que reverberan en este bosque de palabras impresas, dando posibilidad de, cómplices, atisbar y reflexionar sobre ese mundo que se despliega a sus ojos. Sí, ahí están.



miércoles, 11 de septiembre de 2013

13. Medellín: Deterioro y abandono de de Patrimonio Histórico: Epifanio Mejía

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Epifanio Mejía

Víctor Bustamante

 En un álbum multilingüe publicado por la SMP de Medellín en Alemania, se exaltaba en una fotografía de Melitón Rodríguez la presencia de Epifanio Mejía en el Asilo de locos de Bermejal. Allí el poeta vestido con una levita pobre mira a la cámara, en su mano derecha un cigarrillo que le causaba tanto daño.  Sí, el poeta publicitado como atracción para los visitantes de la ciudad, mientras la pregunta sobre las causas de su locura se mantenía firme entre los habitantes de Medellín, ante la presencia del poeta más eximio del momento quemado en su melancolía y soñando en la tierra de la Soledad, así como el deseo feroz de aniquilar a sus hijos.
Epifanio hasta los 30 años era una persona normal, aquel que compuso el “Canto del antioqueño”, “Medellín desde el Pan de Azúcar”, “La muerte del novillo” y “La Tórtola”, entre otros poemas. Luego cuando era visitado por algunos escritores, que solo encontraban la desazón de verlo desquiciado pero amable, los invitaba a sentarse sobre la cama de su cuarto con piso de tierra donde, por unos cigarrillos prohibidos por los médicos, alguna cosa recitaba o intentaba componer algunos versos con su cerebro ya calcinado, perdido en lejanas ensoñaciones y quimeras de risa.
Cuando estaba en pleno auge de sus facultades mentales asistía a una tertulia que se realizaba en la esquina de Boyacá con Palacé en la botica del señor Federico Isaza donde asistían: El Tuerto Echeverri,  Federico Jaramillo Córdoba, Arcesio Escobar, Teodomiro Isaza, José María Villa, Lucrecio Vélez, Juan José Molina, Luis María Hernández, Ignacio Quevedo y Julián Escobar entre otros.
Su locura había comenzado en 1870, un día cuando abandonó, sin sombrero, y corriendo hacia las orillas del rio, su almacén adyacente a la Plaza de la Candelaria, en la calle del Comercio, hoy Palacé, como era el nombre del Parque de Berrío, por supuesto que la mitad del surtido de telas fue robado, a pesar de lo solitario de las calles.
Epifanio vivía en su casa de la esquina de La Paz con Bolívar. Allí uno de sus hijos, Pedro Pablo, había invitado a ver unos palomos a Enrique Echavarría y a su primo Carlos que reconocería al autor de “La Tórtola”, ya que los poemas de Epifanio eran leídos con fruición donde los publicaran, ya fuera en El Oasis, El Álbum y El Cóndor.  Más tarde en ese lugar construiría la primera gasolinera de Medellín la Tropical Company. Epifanio era de melena y barbas rubias, ojos azules, y trato dulce, buen conversador. Luego, en 1893, Echavarría visitaría al poeta en Bermejal donde lo vio con un bastoncito golpeando la arena y fumando. Cuando se despidieron, y al agradecerles el hecho de haberle regalado cigarros y fósforos, les indicó que fueran a su almacén situado en la calle del Comercio  donde esperaba grandes bultos de mercancía que llegarían cargadas en recuas enormes, y además podían escoger lo que desearan. Lo mismo le había dicho al Indio Uribe cuando fue a visitarlo y al recibirle el regalo que le había enviado Jorge Isaacs, el libro La tierra de Córdoba, y al inquirir el poeta sobre Isaacs, le dijo Uribe que estaba muy pobre a lo cual Epifanio le dio al solución, que fuera a su almacén y reclamara las cargas de mercancía que necesitara.
También Epifanio viviría en el Chumbimbo con Sucre, hoy Maracaibo con Sucre. Pero su verdadera casa fueron los diversos establecimientos para enajenados donde vivió los últimos 35 años de su vida. Uno de ellos el Manicomio de Antioquia.  Sus instalaciones estaban ubicadas donde es hoy el Palacio de Bellas Artes. Allí a los enajenados se les proporcionaba sólo alimento y vestido, sin el beneficio del lograr una cura para su malestar.  La Casa de Locos, que estaba dentro de cercos y tapias y con una puerta de golpe, la dirigía doña María de Jesús Upegui, quien con dos ayudantes cuidaba cien perturbados. El más notorio ya era Epifanio Mejía.
Parece que enfrente del asilo de locos –hoy la taberna Diógenes- poseía Epifanio un almacén que era barrido por una de las locas más meritorias en el lugar, Dolores, quien decía: “Todos estamos locos, menos mi amo Pacho Santamaría que es bobo”. 
En el año 1892 se realizó el traslado de los enajenados para la sede ubicada en el Alto de Bermejal –lugar donde hoy queda Comfama- llevaron inicialmente 39 locos, entre ellos Epifanio Mejía, poeta y autor del Himno Antioqueño y quien vivió 35 años recluido en el asilo.
A veces el poeta era llevado a las orillas del rio para recibir un baño o a la capilla enfrente para recibir misa, o cuando los restos de Isaacs fueron llevados al Cementerio de San Pedro, allí fue invitado a presenciar la ceremonia.
Hemos caminado por los pasillos donde con certeza Epifanio Mejía también deambuló, miró y poetizó las montañas como ninguno otro poeta lo haría en esa tierra que casi confundió su poesía con el folclor y no con el drama personal que lo asolaba.
Del anterior edificio del manicomio de Bermejal solo ha quedado la parte de la biblioteca, allí estaba el restaurante para los enajenados. Esta edificación estuvo abandonada unos cincuenta años desde su traslado a Bello, hasta su configuración actual.
Este abandono a las edificaciones es una continua táctica de las diversas administraciones de la ciudad que sin ideas y voluntad dejan deteriorar y destruir la riqueza arquitectónica e histórica, casos muy presentes en la ciudad de Medellín, aquella que se precia de diversos títulos, menos de ser sensible con su patrimonio. 

domingo, 8 de septiembre de 2013

José Raúl Jaramillo Restrepo-




José Raúl Jaramillo Restrepo
Víctor Bustamante
José Raúl es uno de los cofundadores de la Universidad Autónoma Latinoamericana en Medellín. A su oficina fuimos a visitarlo varias veces con el propósito de solicitarle ayuda para una revista, Babel, donde persistimos con la idea de realizar algo necesario y lejano, como todas las revistas independientes de la ciudad,  a los medios masivos que inmersos en sus intereses políticos niegan a la mayoría de autores de la ciudad. Una cosa distinta encontramos en José Raúl, su oficina de puertas abiertas, su lejanía con el falso protocolo que añaden aquellos ejecutivos ahítos de la figuración per se. No, José Raúl es una persona sensible, amante como nadie de la literatura. Dulce María Loynas,  William Ospina, La Tagua daban pie para que nos entregara fotocopias de sus manifestaciones escritas, de sus poemas, o ensayos. Así fuimos conociendo a José Raúl como persona, y no solo eso, a través de sus reflexiones, hasta que publicó su primer libro de textos breves,  instantes llenos de paradojas donde ve a la realidad no aparte  sino con su verdadera dimensión dentro de lo cotidiano.
Pero existe una parte en él digna de mencionarla, y es su aprobación a la poesía y su motivación para declamarla. Y es precisamente aquí en este corto video donde él ha accedido no solo a realizar una muestra de sus dotes, sino a otorgarle a otros autores con el peso de su voz, la necesidad de que al decirlos, estos poemas adquieran esa tesitura del poder de la palabra con el que fueron escritos.
Cortesía, amabilidad, calor humano, buen humor y su talento para condensar en pocas palabras sus escritos definen a José Raúl, así como uno de los escasos escritores que aman el Centro de la ciudad donde él es testigo manifiesto. Su discreción no ha permitido aun que acceda a una conversación sobre sus libros de relatos cortos pero ya el tiempo lo motivará.
No sé si en estos momentos se encuentra en el segundo de piso de Versalles, caminando por Junín o calles aledañas o en la librería Palinuro. De todas maneras para él un abrazo.
 

lunes, 2 de septiembre de 2013

Harold Alvarado Tenorio se detuvo en Pereira - Víctor Bustamante


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Harold Alvarado Tenorio  se detuvo en Pereira

Víctor Bustamante

Fue en Pereira donde lo encontré de nuevo

Más preciso en la Librería Roma, una casa atestada de libros de todas las naciones, manoseados por tantas manos, y que recalaban aquí en busca de otro dueño quien los revivirá al abrir sus páginas.

Pero en esta posta de la noche, porque ya era la noche en su completa clemencia, qué íbamos a buscar a una anticuaria si no libros y alguna conversación porque las calles de Pereira quedaban vacías y la sorpresa total fue verlo ahí enruanado y con un sombrero tanguero negro de paño, ni que fuera Gardel en Medellín.

No buscaba la Antología Palatina sino que lo vi inmerso en un vaso de whisky,  como corresponde al poeta andariego que no se ha tragado la montaña ni las costas de Cartagena, sino que estaba ahí  mayestático sentado en su trono rodeado de querubines, serafines, ángeles de alta catadura  y de toda la corte celestial, iba a decir corte demoniaca con Estragón a la cabeza pero preferí la amabilidad.

-Hola poeta -le dije, pero era tan poderoso el licor que no me reconoció o a lo mejor se encontraba en el séptimo cielo de los bebedores que es el de no saludar para no compartir el licor.

Conjurado de la noche y de la poesía nunca he comprendido por qué  razón viaja o huye: Nueva York, Madrid, Cali, Bogotá, Cartagena, Londres, Dublín, Tuluá, Pereira o a las ciudades de la memoria de sus maestros, Buenos Aires y  Alejandría, pero nunca la del Gran timonel, Pekín, con su lolitismo octogenario.

-Maestro, ¿seré yo vuestro sucesor?,  podéis escribir una nota, algo sobre mí, -y, en mi español zalamero de colegio, proseguí- dadme unas de tus diatribas para tocar la gloria.

No respondió, y por el contrario apartó todos los libros de la mesa, incluido el Bestiario de Aberdeen, y las églogas hindú-caucanas de Horacio Benavides,   los lamentos amalfitanos de Piedad o los poemas rocacielistas. Pensé que iría a leer algún poema en honor a los recién llegados bebedores de la noche, pero no, de inmediato guardó a su lado ambas botellas de wiski, porque en la Librería Roma siempre hay un trono para él donde nadie puede sentarse y una botella en la cava a su espera. Es más, cuando no visita la ciudad, sus seguidores, colocan uno de sus libros en el diván selecto,  su intacto vaso preferido, y se la pasan conversando ante su ausencia, aunque a veces le dan sus llamadas por el celular donde lo encuentran en la vecina y rival Manizales, su exilio actual, o en la soledad universal y galáctica del Facebook.

Por fin, luego de apurar otro trago al escondido y con entonado acento, como en el poema del Brindis del Bohemio, dijo:

  -Traidor, no mereces que de mi boca salga un elogio ni una diatriba.

 

Pereira agosto 2013