miércoles, 1 de mayo de 2013

Camilo Antonio Echeverri, “El Tuerto”: ¿Y quién carajos era ése? / Carlos Bueno Osorio (1)

 
 



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Camilo Antonio Echeverri, “El Tuerto”:
¿Y quién carajos era ése?

 Carlos Bueno Osorio

 En Colombia la poesía fue el primer escalón de la vida pública  y se podía llegar a la Presidencia por una escalera de alejandrinos pareados

                                                Alberto Lleras Camargo                                                                      

 

En febrero de 1863, en Rionegro, los expresidentes José Hilario López, Francisco Javier Zaldúa, Aquileo Parra, Rafael Núñez, y los constituyentes Salvador Camacho Roldán y Camilo Antonio Echeverri, entre otros, tomaron las mayores precauciones posibles para salvar su integridad por las amenazas de fusilamiento del siempre iracundo Tomás Cipriano de Mosquera1. Las ideas de reforma constitucional que aquellos promovían eran un peligro para aquel Mascachochas, amo de turno. Estaban redactando la Constitución de 1863, la más libre de cuantas han regido en nuestro país.

En su artículo 15 se daba el reconocimiento y la garantía por parte del Gobierno general, y de los Gobiernos de todos y cada uno de los Estados, de los derechos individuales que pertenecen a los habitantes y transeúntes en los Estados Unidos de Colombia, a saber: la libertad absoluta de imprenta y de circulación de los impresos, así nacionales como extranjeros; la libertad de expresar sus pensamientos de palabra o por escrito sin limitación alguna. Detrás de estas audaces y modernas tesis constitucionales estaba Camilo Antonio. Para muchos el papel de Parra, Zaldúa, Núñez o Camacho Roldán en nuestra historia es conocido.

¿Pero, quién era este Camilo Antonio Echeverri que dejó su impronta personal en casi todos los artículos de este cuerpo normativo, que trazó las mejoras sustentaciones sobre el esquema de las libertades públicas y los derechos ciudadanos, sobre lo que significaba la democracia política, sobre la ciudadanía y la territorialidad, y que fue considerado el mejor orador de la Convención de Rionegro?2 Y que, además, enfrentó con sus principios de resistencia a la arbitrariedad,  los principios autoritarios que encarnaba Tomás Cipriano de Mosquera.

El Tuerto Echeverri. Así fue conocido. Periodista –todo intelectual en el siglo XIX tenía que serlo–, filósofo, pensador. Fue la antítesis de la llamada antioqueñidad. Como señala la historiadora María Teresa Uribe, fue la negación de los valores de la raza, la otra orilla de la mentalidad pragmática y calculadora que distinguió a sus coetáneos en el contexto de la república recién nacida. Oveja negra de una familia de comerciantes y banqueros; escandalizó a los gentes buenas y cristianas de misa de cinco con su bohemia de trasnochador impenitente y de jugador empedernido; fustigó a sus conciudadanos con el agudo acero de su palabra punzante y mordaz, descubrió sin el más mínimo asomo de pudor las lacras y los vicios ocultos de una sociedad pacata y tradicional, y con el mismo rigor con que juzgó a sus paisanos, se miró a sí mismo en un autoanálisis desgarrador y profundo en el que expuso a la mirada de sus enemigos las entretelas más íntimas de su vida y de su pensamiento. Camilo Antonio Echeverri punzante, mordaz, irónico, contradictorio. Representa la otra orilla, la ajena y distinta del perfil perenne que el imaginario colectivo colombiano  tiene de los antioqueños.

Toda esa agitación siempre alrededor y por intermedio de periódicos. Una reseña mínima muestra que fundó y colaboró en El Liberal, 1851,  El Tiempo, Medellín, 1854; El Alcance, en 1864. El Índice 1865, El Oasis, 1868; El Bien público, 1871, periódico político, literario, noticioso y de ciencias, industria, comercio, estadística, costumbres y variedades; El Pueblo, 1871; La Igualdad, 1873; Revista de Antioquia, 1876, Boletín Oficial, periódico oficial del Estado Soberano de Antioquia, en 1877, Novedades, 1877; La revista industrial, 1879; La Balanza, 1880; El Pasatiempo, 1884, entre los conocidos de su época.

Cada uno de los incisos de la Constitución de Rionegro fue una batalla en defensa del concepto de que la asociación política tiene por objeto interponer la fuerza de la colectividad para atemperar la lucha por la vida, proteger a los más débiles. Si bien, la libertad absoluta de imprenta estaba adoptada desde 1851, defendida entonces por José María Rojas Garrido y Manuel Murillo Toro, contra ella se volvería Núñez, con la llamada “Ley de los caballos” y el artículo K de la Constitución de 18863.

En 1863, en Rionegro, Camilo Antonio Echeverri4 profirió los más importantes alegatos de la Convención. Registra  en sus memorias Salvador Camacho Roldán, que fueron notables por su fogosidad, espíritu filosófico, argumentación vigorosa y verbosidad  abundante. “Desgraciadamente, tenía en su organización un exceso de vitalidad, defecto común en la juventud antioqueña, que lo arrastraba por caminos variados sin detenerlo en ninguna actividad especial. Era poeta, escritor, orador, jurista, filósofo, ingeniero y solía entregarse a la corriente de la vida bohemia más de lo que consentía la situación del país y el puesto que ocupaba en la política. Pudo llegar a ser un hombre de Estado de primera fuerza, pero no lo permitió la laxitud de las costumbres”.

Los convencionistas eran, en un alto número, jóvenes. No llegaban a los cuarenta años. Camilo Antonio tenía treinta y cinco. Camacho Roldan reseña que había hecho sus primeros estudios con gran lucimiento en Bogotá, completándolos en Londres; poseía los idiomas inglés y francés, bastante las matemáticas, la física, algo de química y en materias políticas y sociales tenía conocimientos notables. “Habíase distinguido, muy joven aún, en la ‘Escuela Republicana’, en donde dio principio a su práctica en la discusión en las asambleas. El ejercicio de la profesión de abogado quedó reducido por él a la parte criminal delante del jurado en donde hizo defensas ruidosas y desplegó grandes cualidades de lógica, conocimiento del corazón humano y, a veces, elocuencia verdadera.

“En Rionegro se incorporó en el círculo de la diputación de Santander, la que con el doctor José Araujo, de Bolívar, Rafael Núñez, de Panamá, y el autor de estas líneas, de Cundinamarca, formaban el núcleo de oposición a las ideas del general Mosquera. Tenía estatura regular, cuerpo bien conformado, fisonomía espiritual que se prestaba a las manifestaciones más diversas, para lo que un ligero defecto en la conformación de los ojos, concurría más bien que servía de obstáculo. Era calvo, de voz llena y de conversación muy animada: gozaba de muchas simpatías, pero no inspiraba respeto”.

Baldomero Sanín Cano escribía en 19285, en el centenario del nacimiento de Echeverri, acerca del gran estrépito en que se desarrollaron sus actividades en un periodo agitadísimo de la vida constitucional del país. Atribuyó el desinterés de siempre por el personaje a la flagelación que infringió a las diversas facciones que con el nombre de partidos ejercieron en sus días dominio sobre la República. Para Sanín Cano “había algo en su naturaleza virtualmente contrario a la idea tan inocente de hacer crecer el valor de una cosa, de acuerdo con el número de intermediarios entre el que la produce y el que la consume. La sencillez de las nociones reguladoras del tráfico en mercaderías y de las operaciones de préstamo, pugnaban con el temperamento de una criatura nacida a todas luces para comprender, para darse cuenta de las ideas de su tiempo y para combinarlas a su manera, combatirlas o darle mayor alcance”.

Baldomero apunta que la vida de Echeverri no puede ofrecerse como ejemplo digno de imitación en los seminarios e instituciones piadosas, “pero por su franqueza, por la sinceridad del propósito, por la ingenuidad con que reconocía sus errores y hacía de ellos confesión pública, por su honradez y su amor al prójimo, por su probidad como literato, puede dar lecciones a las gentes de hoy en día”.

Las comadres que rezaban el trisagio en la iglesia de La Candelaria lo miraban como la encarnación de Satanás; sus copartidarios liberales pensaron siempre que era un tránsfuga de la política; los conservadores lo calificaron de inconsecuente y veleidoso; para los mercaderes del marco de la plaza, incluido su padre, era un rojo que escribía versos y ensayos filosóficos en lugar de comprar y vender letras de cambio y sólo los más benévolos de sus paisanos se inclinaron a verlo como un muchacho rico, exótico, malcriado y medio loco a quien no era necesario tomarse muy en serio. Así en su “Autofotografía moral”, Camilo Antonio dice: “Soy hombre eminentemente eléctrico, nervioso e impresionable. Eso hace que las ideas que llego a adoptar y las impresiones que llego a recibir me dominen despóticamente por lo general; y ha sido causa de varias contradicciones que han aparecido tanto en mis teorías religiosas, sociales y de partido, como en mis actos relativos al culto y en mi conducta política y social”.

También allí relata algunos de esos rasgos de su carácter que más irritaban a sus paisanos. “Desde el año 1848 hasta 1863 jugué a la suerte y al azar sumas muy fuertes; en todos esos años me mantuve creyendo no sólo que podía haber tahúres honrados, sino que para ser jugador era requisito sin el cual no, ser hombre de bien. Como me sucede con todo, juzgaba por lo que veía y sentía en mí”. Sobre el manejo de sus finanzas privadas cuenta: “nunca he llevado cuentas ni he examinado las de cobranza que me han presentado, ni he vacilado en pagar los saldos liquidados en mi contra; ni sé qué se hicieron los cuarenta y tantos mil pesos míos que han pasado por mis manos, ni cuento jamás el dinero que me entregan, ni sospecho que me metan el cinco por ciento en monedas falsas. Soy seco y sentado como un banquero inglés, meditabundo como un filósofo alemán y frívolo como un calavera francés”. Carecía, pues, de las bondades que proverbialmente se le han dado al pueblo antioqueño y confrontaba con su proceder transgresor las más sólidas concepciones morales de sus conciudadanos.

Si fuese necesario definir a Camilo Antonio Echeverri, señala María Teresa Uribe6, no dudaría en calificarlo como un rebelde que nunca dio ni pidió cuartel; un crítico de todo poder establecido, de la autoridad nacida de la imposición, el abogado de las causas perdidas, de los débiles, de los oprimidos. Un perdedor reincidente  que se enfrentó a los molinos de viento armado únicamente de pluma y tinta de imprenta.

Vivir en contacto con su público era una insuperable tendencia de su temperamento. Cuando no tenía periódico propio difundía su alma candorosa en los más conocidos y si le faltaban éstos, acudía valerosamente a las hojas sueltas. Si los impresores se hacían exigentes con un hombre que desconocía sin ignorarla científicamente, la función del dinero, ocupaba la tribuna pública.

Siempre fue un trasgresor. Eso lo saben los padres jesuitas, ese ejército triunfante en mil batallas contra los infieles en todo el mundo, que perdieron la guerra con Camilo Antonio al que devolvieron, un día cualquiera de 1847, en el almacén de su padre Gabriel. La doctrina tomista aprendida la desplegó para combatir al clero y refutar las encíclicas papales; las clases se convertían en verdaderas batallas campales. Su exigencia de demostraciones desbarataba entre ingenuo e irreverente los silogismos pacientemente elaborados durante siglos.

Su época es particularmente rica y agitada: la ciudad era un hervidero de ideas, de propuestas y de programas y se multiplicaban las publicaciones, los panfletos y las hojas sueltas. Funda El Pueblo, periódico semanal para explicar los principios filosóficos del radicalismo. Más tarde, sus artículos aparecidos en Revista de la ciudad están dedicados a informar sobre los sucesos de Medellín y al análisis de la cotidianidad más allá del costumbrismo de la época y escudriñan la vida diaria a la manera de un sociólogo, e incursiona en el sentido común, en el alma popular. Añade María Teresa Uribe que sólo a un trasgresor como Echeverri, un extranjero en su propia tierra, un intelectual tan agudo con esa capacidad tan aguda para observar su mundo, podría escribir textos como esos.

Siempre fue un desobediente y tuvo plena conciencia de ello. En su “Autofotografía moral” dice: “Mis mayores, mis maestros y casi todos los que tenían la misión y el deber de educarme, han sostenido en mi cara, en mis barbas, y de una manera intransigente y dogmática, que yo no sirvo para nada; y tanto han machacado e insistido en ello que acabé por creerlo yo mismo. Me declararon menor de edad a perpetuidad, y aunque no me declararon párvulo, yo paré en considerarme sucesivamente como un niño expósito, como un bobo de más de dieciocho años, o como un viejo que hace muchachadas, pero sea dicho y valga la verdad, todos sabían o sospechaban, saben o sospechan que yo no sé hacer ojo de soga –nudo corredizo para enlazar–, que no sé armar lo que los arrieros de Antioquia llaman la encomienda de una sobrecarga; que no sé cuántos granos tiene un costal de arroz; y que ¡oh santa simplicidad! he cometido el delito de dos yemas de casarme dos veces con muchachas intachables pero pobres”. El niño terrible de la Antioquia decimonónica, lo llama Uribe de Hincapié.

En su “Autobiografía” confiesa sin pudor que “en enero de 1840 entré al colegio; pero la revolución del coronel Córdoba del 8 de octubre, hizo, como era natural, que los estudios padecieran mucho. Con todo, en 1844, ya sabía yo lo que podía aprenderse en Medellín y aún más sobre aritmética, álgebra, geometría, trigonometría, agrimensura, teneduría de libros, lógica, psicología, ética, geografía, castellano, italiano, inglés, francés y latín”. Además del inglés, tuvo dominio de las lenguas italiana y francesa; de esta última tradujo, en verso, el drama Lucrecia Borgia, de Víctor Hugo –Bogotá, 1866–. Es autor, asimismo, de una introducción en verso a la Memoria científica sobre el cultivo del maíz, de su coterráneo Gregorio Gutiérrez González.

En su “Autofotografía moral” cuenta que se inició en esas lides político-militares desde muy temprano, cuando sólo contaba doce años, octubre de 1840, tomando la opción política a favor de Salvador Córdoba en la llamada Guerra de los Supremos. Esta alternativa escogida por el niño entraña un acto de rebeldía contra su padre que era la cabeza visible de los Ministeriales en Antioquia –germen de lo que después se llamó partido Conservador–, precisamente contra quienes combatía Córdoba7.

La misma historiadora nos da así el marco general y el contexto histórico de la producción literaria y la vida pública de Echeverri: Cuando la rebelión llega a la Provincia, el presidente encargado, don Juan de Dios Aranzazu, nombra a don Gabriel Echeverry gobernador con el encargo expreso de aplastar los últimos reductos de la rebelión, tarea que cumple ejemplarmente don Gabriel conduciendo al cadalso a los últimos cabecillas de la revolución. Córdoba y sus compañeros antioqueños habían sido fusilados en Cartago por orden de Mosquera y Mateo Galindo, José María Vesga y Pablo Vegal lo fueron en la plaza pública de Medellín8.

Este acto de barbarie conmovió profundamente a los medellinenses que ni en las épocas más obscuras del terror español habían presenciado actos semejantes, y para Camilo Antonio, la figura autoritaria del padre se le vistió de verdugo de sus copartidarios. Era también un acto de rebeldía contra su clase, pues las huestes de Los Supremos en el Cauca y Bolívar estaban conformadas por los artesanos, las ñapangas, los negros libertos o los esclavos huidos y enmontados que quemaban trapiches, arrasaban haciendas y azotaban públicamente a los grandes propietarios, adquiriendo por esto el mote de zurriagueros. Y en Antioquia seguían a Córdoba, a Alzate y a Jaramillo, los pequeños cultivadores de tabaco en Sopetrán, perseguidos por los agentes de los resguardos, los destiladores clandestinos de aguardiente en Guarne y Rionegro, los colonos de Salamina y Neira, que se enfrentaban a los herederos de la concesión Aranzazu; los pobladores de Yarumal y Campamento que medían sus fuerzas con los herederos de la concesión Misas y Barrientos en un pleito casi centenario, en fin, la gente del común que reclamaba sus derechos en una patria que no terminaba de salir de la Colonia.

Entre 1848 y 1851, Camilo Antonio combinó sus estudios con el activismo político al lado de “Los gólgotas”9 y con la vida bohemia y alegre de Bogotá. Nunca llegó a graduarse, y regresa a Medellín, no para encargarse de los innumerables pleitos de su padre, pues le apasionaba el derecho penal, sino para difundir las ideas liberales, combatir el recién nacido partido Conservador y organizar las sociedades democráticas en Antioquia10.

Relata María Teresa Uribe que los mercaderes del marco de la plaza, liberales y conservadores, incluido don Gabriel Echeverry, veían con cierta simpatía algunas de las propuestas de “Los gólgotas” o radicales, como la ley de descentralización de rentas y gastos, primer paso hacia la federación y que les permitió liberar el oro de todo pecho y gravamen y exportarlo en polvo y en barras, lo que antes estaba prohibido; la libertad de importaciones y la rebaja de aranceles, la reforma monetaria que estableció el bimetalismo favorable para aquellos que compraban con oro y vendían por plata, la reforma del crédito público que les permitió articularse a las finanzas del estado como prestamistas; en suma, el proyecto económico del radicalismo. Pero rechazaron el anticlericalismo, la expulsión de los jesuitas y la abolición de los diezmos, la redención de censos en el tesoro; es decir, todo aquello que tocara con los intereses terrenales de la Santa Madre Iglesia y el esquema de libertades civiles y derechos ciudadanos que los mercaderes de Antioquia consideraban erodadores de su ethos socio cultural y su modelo ético político de dominación. Por eso Camilo Antonio no sólo tuvo que enfrentarse con los conservadores y los clérigos sino también con los liberales santanderistas que pensaban que se iba demasiado rápido. Para desarrollar su tarea proselitista  funda  El Pueblo, un periódico semanal en el cual explica a sus conciudadanos los principios filosóficos del radicalismo, sus proyectos parlamentarios y las actividades de las sociedades democráticas en Antioquia.

Estos artículos de El Pueblo son, pues, de un gran interés histórico; allí están expresadas las tesis del radicalismo y, a través de los debates con los copartidarios de Caro y Ospina, cualificado y aclimatado un ideario político bastante abstracto y generalizante. Uribe de Hincapié asevera que no dudaría en alegar que allí está el aporte antioqueño a la formulación del programa del partido Liberal colombiano, pero cuando se recuerdan los prohombres del partido en Antioquia, jamás se menciona a Camilo Antonio Echeverry que fue gestor de este programa y su principal divulgador y defensor en Antioquia por muchos años.

Los jóvenes de la “Escuela Republicana” desarrollaron un activismo político de la mayor importancia en dos frentes: la prensa en la que daban a conocer su esquema de libertades públicas y derechos ciudadanos, sus ataques al clero, al ejército, a los monopolistas y censatarios y sus preferencias por el régimen político federal, y de otro lado, a la educación popular, pues consideraban y con razón, que mientras la ignorancia campeara entre el pueblo, éste podía seguir siendo manejado por las fuerzas de la reacción; de allí que fundaron las escuelas populares de artesanos y propiciaron después la organización de éstos en sociedades democráticas que jugaron un papel protagónico como fuerza de choque el 7 de marzo de 1849, cuando el Senado, en una sesión bastante agitada, declaró electo por estrecho margen de votos al doctor José Hilario López.

Las contradicciones internas generadas por las reformas profundas que puso en marcha José Hilario López bien pronto precipitaron la guerra civil en el país. Don Julio Arboleda se levantó en el Cauca para oponerse a la ley de libertad de los esclavos y otros estados lo secundaron, aunque por razones distintas y sin conexión entre sí. Los conservadores antioqueños se sentían incómodos con el gobierno de López, pero no se decidían a apoyar la revolución. Camilo Antonio, conocedor de la voluntad pacifista, negociadora y poco amante de las armas de sus paisanos, se dedica a tratar de neutralizar las tres provincias antioqueñas, Medellín, Córdoba y Santafé de Antioquia, con la colaboración de don Marceliano Restrepo, un comerciante muy importante y con influencia entre los conservadores; pero como en otras oportunidades, y como seguirá ocurriendo en el futuro, la guerra vino de afuera.

El general caucano Eusebio Borrero llega a Antioquia, presiona algunos jefes conservadores importantes como Braulio Henao, Pedro Antonio Restrepo Escobar, Juan C. Uribe, quienes en un rápido golpe de mano deponen las autoridades en Medellín, y Camilo Antonio, jefe civil de los radicales en Antioquia, va a dar con sus huesos a la cárcel, de la que sale cuando es derrotada la revolución conservadora, a mediados de 1852.

Después de esta dura experiencia, Echeverry viaja a Inglaterra donde permanece dos años; de ese período quedan algunos artículos publicados en El Neogranadino, de Bogotá, sobre la cultura, la organización del estado y la religión protestante. Regresa al país en 1854, en plena dictadura melista, a la cual combate desde la prensa con gran vigor y energía que despliega para liquidar definitivamente los restos del viejo liberalismo santanderista que quedan en la provincia.

El melismo en Antioquia tenía dos tipos diferentes de adherentes: los viejos santanderistas, como don Francisco Montoya, los De Greiff, la familia Obregón, la rama liberal de la familia Martínez, de Santafé de Antioquia, es decir, los grandes comerciantes prestamistas del Estado que habían sido distinguidos con el otorgamiento de los contratos y monopolios por el general José María Obando y conservados por el Dictador; por tanto, apoyaban a éste no porque creyeran en una patria artesana y regida por militares, sino por las grandes ganancias que les reportaba su vínculo con el gobierno. Los otros adherentes del melismo eran las sociedades democráticas, precisamente aquellas que habían fundado los de la escuela republicana, en Bogotá, y Camilo Antonio Echeverry en Antioquia11. El triunfo de la coalición radical conservadora contra el Dictador, dejó tendidos en el campo de batalla unos y otros, y unificado el partido Liberal antioqueño en torno a los presupuestos radicales y, de contera, centralizado en Medellín el principal fortín de ese Partido.

La coyuntura de la guerra del año 60 lo toma, como a todos los radicales de la vieja escuela republicana, un poco por sorpresa y desprevenido. No puede defender el gobierno de Ospina Rodríguez que llega a su fin, pues éste representa todo lo que el radicalismo ha combatido y quiere modificar, pero no se decide por Tomás Cipriano de Mosquera, jefe de la rebelión, a quien considera un autócrata, un militar de la vieja guardia y un enemigo más peligroso que los mismos conservadores. Igual actitud observan los radicales en Bogotá, pero la vorágine de la guerra termina por envolverlos a todos, y Manuel Murillo, Ancízar, Aquileo Parra, José María Samper y Salvador Camacho Roldán, acaban militando bajo las banderas de Mosquera. Camilo Antonio, por el contrario, amparado en la autonomía regional que consagra la constitución de 1858 y en la existencia del Estado Federal de Antioquia, diseña una estrategia bastante original y que fue vista con muy buenos ojos por los mercaderes de ambos partidos que se oponían a la guerra porque afectaba la producción y los negocios; esta estrategia consistía en declarar la neutralidad de Antioquia con la tesis de la no intervención y de respeto a la autodeterminación de esa otra nación que el general Mosquera había fundado con los estados del Cauca, Santander, Bolívar, Magdalena y Panamá. Esta postura, que fue acerbamente criticada por liberales y conservadores en el resto del país, quedó plasmada en dos folletos que se divulgaron ampliamente, denominados La neutralidad de Antioquia12  y Otra vez Antioquia13.

Pero la guerra se prolongó porque el general Mosquera no se complació nunca con una parte, lo quería todo, y la guerra inevitablemente llegó a las fronteras del estado de Antioquia y amenazó con invadir sus campos, sus minas, sus villas y ciudades; ante el peligro inminente que representaban las huestes negras de Mosquera que venían, según los conservadores, a violar mujeres, devorar infantes, quemar iglesias y a sacar las monjas de los conventos14, la aterrorizada burguesía antioqueña capituló en Manizales y financió a Mosquera con un jugoso empréstito de guerra que le permitió rehacer su ejército y llegar triunfante a la capital de la república.

Camilo Antonio que se había alejado de las decisiones del Radicalismo al inicio de la guerra, no entendió muy bien los presupuestos del armisticio o la esponsión de Manizales, como se la denominó en la época, y menos aún la inusitada tolerancia de Mosquera con las autoridades conservadoras del Estado. Estas triquiñuelas, alianzas secretas, acuerdos tácitos entre los partidos que combinaban la guerra a muerte entre el pueblo con los pactos de caballeros en la cumbre, nunca fueron de su agrado y en un acto casi suicida intentó deponer las autoridades conservadoras de Antioquia, con lo cual fue a dar a la cárcel, de la que sólo salió cuando Mosquera derrotó las fuerzas del gobierno y asumió la dirección del Estado.

Este era el espacio natural de Camilo Antonio; la tribuna, el foro, el debate teórico, la argumentación intelectual, pero cuando tenía que asumir las tareas prácticas de la política partidista, resultaba totalmente desfasado, era incapaz de aceptar lo que llaman disciplina de partido, de defender posturas que no compartía; de desarrollar activismo electoral, de realizar alianzas tácticas o componendas políticas; en el ejercicio de la práctica política, en las funciones de organización y dirección de colectividades era un fracaso total. Por eso, aunque fue ideólogo del Radicalismo no logró ser un intelectual orgánico, en el sentido gramsciano, y en esa incapacidad manifiesta para afrontar en su real dimensión las realidades sociales es donde puede entenderse sus cambios de frente, sus mudanzas de partido y su aparente veleidad política.

Apenas iniciada la era liberal, sobrevino en Antioquia la rebelión conservadora, enero de 1864, comandada por Pedro Justo Berrío, y continuó el peregrinar de Camilo Antonio por el desierto de la oposición; acompañó hasta lo último a su primo Pascual Bravo, presidente a la sazón del Estado Soberano de Antioquia, y estuvo a punto de perecer con él en la batalla del Cascajo, pues la cabalgadura en que montaba recibió cinco impactos de fusil15.

Camilo Antonio esperó que el gobierno de la Unión, presidido por Manuel Murillo Toro, viniera en auxilio de los liberales antioqueños para reinstaurar la vigencia institucional, rota por un golpe de mano violento y sorpresivo, pero en lugar de los ejércitos del Radicalismo llegó a Antioquia don Próspero Pereira Gamba, uno de los comerciantes más ricos del país, amigo y compañero de negocios de todos los prohombres de Antioquia, tanto conservadores como  liberales, y logró en pocas semanas reinstaurar la alianza tácita de radicales y conservadores y conseguir del general  Berrío una declaración según la cual, se sometía en todas sus partes a la Constitución de Rionegro y juraba cumplirla en el Estado de Antioquia, y el gobierno de la Unión, por su parte, reconocía como legítimo el gobierno de Berrío sobre la base filosófica del derecho de los pueblos a la insurrección.

En lugar de la hegemonía radical, la región vivió doce años bajo la tutela de Berrío, y Camilo Antonio, el radical de Antioquia, vio con tristeza cómo sus amigos liberales entregaban esta provincia en manos de la reacción para ganarse el apoyo de los representantes conservadores en el Congreso a sus propuestas económicas y el voto del Estado para la elección de los presidentes radicales del período16.

Se queda, pues, solo con sus ideas, sus principios filosóficos y su idealismo recalcitrante, escribiendo desde las columnas de los periódicos contra un régimen que se fortalecía a ojos vistas y que cumplió la sagrada misión de conservatizar la provincia. Para oponerse al gobierno de Berrío funda El Índice17 y arremete con renovada violencia contra los conservadores, el clero, el Papa, las costumbres sociales y políticas de Antioquia, y todo aquello que constituyó el proyecto político de los antioqueños.

El epígrafe de su periódico fue por muchos años esa pregunta impertinente que repetía hasta la saciedad: “¿Cuándo empiezan a cumplirse en Antioquia las leyes de desamortización de bienes de manos muertas y los decretos de tuición?”. Pero sus catilinarias no lograron conmover a los gobiernos radicales ocupados afanosamente en la reproducción de su sistema de dominación, y mientras los intelectuales de Bogotá y Medellín atacaban el gobierno de Berrío en tono mayor, la alianza radical conservadora de Antioquia seguía su marcha y los mercaderes de todos los partidos en Antioquia se enriquecían, fundaban bancos, emitían billetes, diversificaban sus negocios, y los Radicales, con la ayuda de Antioquia, colocaban uno tras otro, en el solio de Bolívar, los más conspicuos representantes del Olimpo.

Al iniciarse la década de 1870, Camilo Antonio empieza a manifestar una violenta crisis que no es únicamente suya sino que la comparte el Radicalismo y que de manera distinta, y a diferentes ritmos, afectó a todos los intelectuales de la vieja escuela republicana.

El ejercicio del gobierno durante más de una década genera siempre desprestigio y desgasta el partido en el poder. Las alianzas, o las  ligas, como se les denominó en la época, llevaron al Radicalismo a transigir, a entregar parcelas de poder, a dejar en el tintero buena parte de sus propuestas democráticas y libertarias, y a restringir el círculo del gobierno a unos cuantos personajes que se intercambiaban los cargos públicos y se lucraban de los jugosos contratos con el Estado.






1 comentario:

Unknown dijo...

Gran hombre el doctor Camilo Antonio Echeverri. Pariente cercano de mi abuela Rosarito Echeverry Tobón. He leído varios escritos suyos en obras completas de Rafael Montoya y Montoya.